MOMENTOS DE LUZ

Pedro López

Publicado en Levante, 6 de diciembre de 2025

Siglo V antes de Cristo. Un hombre camina descalzo por las calles de Atenas. A su alrededor se congregan jóvenes ávidos de aprender lo que paradójicamente afirma ese desharrapado: «Yo solo sé que no sé nada». «¿Acaso se puede enseñar la virtud?». No busca honores, ni dinero. Se enfrenta a los sofistas, los poderosos de entonces, que hoy dicen una cosa y mañana la contraria; y a eso le llaman flexibilidad y progreso. Él los denuncia por mendaces, ávidos de ganar dinero y de corromperse si es necesario para conseguir sus fines espurios. Son cínicos. Por esta denuncia intentan cancelarlo: juzgado y condenado a muerte por soliviantar y corromper a la juventud; y por desafecto a los valores a la sazón sostenidos como incontrovertibles. Se llama Sócrates, y no escribió nada (lo hicieron sus discípulos). Se enfrenta solo y desarmado, con el único dardo de su palabra.

Sócrates aboga frente a los sofistas, por ir a la raíz, que no es otra que atenerse a la verdad: porque se puede saber mucho sobre la justicia, y ser un perfecto sinvergüenza. Hoy se dice que lo importante no es la verdad, sino el relato.

Apenas sabemos los nombres de los famosos de la época, pero el de Sócrates permanece: porque a partir de él, la filosofía centra su atención en torno al ser humano. Los sofistas capitaneaban la intelectualidad de la época: no eran sólo maestros de retórica, sino que decían enseñar la excelencia para lograr el éxito en la vida: triunfo, fama, poder, riqueza. Protágoras, uno de ellos –que da lugar a un diálogo de Platón-, afirmaba que «el hombre es la medida de todas las cosas»: yo mido la realidad, y no es la realidad la que me impone su criterio de veracidad. Cada uno tiene su propia verdad.

Sócrates, a diferencia de los sofistas, está persuadido de que para ser feliz hay que ser justo. Incluso es preferible padecer una injusticia a cometerla; y a la vez, señala que ser justo equivale a actuar de modo racional: la injusticia, por tanto, será irracional. No se puede actuar con cálculo para alcanzar solo mis intereses: eso supondría la abdicación de la razón. La razón justa debe conocer primero qué es lo conveniente, cuál es el fin del ser humano. Y luego actuar en orden a lograr esa perfección. Y ese saber-hacer es la ética.

Platón prosigue la labor comenzada por su maestro. Considera que lo que indagaba Sócrates no es un mero constructo humano: hay algo superior, una idea objetiva que nos trasciende. Y esa es la deidad, de la que solo vemos en esta vida un pálido reflejo –como se describe en el mito de la caverna-, pero objetiva las cosas y a nosotros. Desde entonces sabemos que no da lo mismo una cosa que su contraria; una verdad que una mentira. Aunque ahora estemos en uno de esos momentos de oscuridad que se ciernen periódicamente sobre la humanidad y obturan la visión. Necesitamos nuevos Sócrates.

 

 

 

 

 

 

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