HASTA LUEGO

Publicado en Levante, 28 de febrero de 2024

Pedro López. Grupo de Estudios de Actualidad

Mi amigo, inquiría, a través del whasapp, porqué Dios decidió ese destino. Fue el comentario que le suscitó la referencia a unas preciosas flores en recuerdo a los fallecidos por el incendio de Campanar: que su alegría sea eterna. No siempre, ni muchísimo menos, sabemos las cosas. Es más, casi todas las ignoramos. Pero esa pregunta, en concreto, hay que hacérsela a quién puede contestarla; y desde luego, en el presente caso, solo Dios puede responderla, pues a él va dirigida. Pero, a pesar de la imposibilidad de argüir satisfactoriamente por nuestra parte, sí que podemos afirmar, sin duda de ningún género, que como Dios es bueno y nos quiere mucho, ha de tener, consecuentemente, un sentido que a nosotros se nos escapa.

Me recordaba una escena que relata san Lucas. Le cuentan a Jesús un acontecimiento sucedido por aquel entonces: los galileos cuya sangre había mezclado Pilato con la de los sacrificios que se ofrecían: una brutal represión del poder romano; a lo que Jesús añade otro caso sucedido a la sazón sobre una torre que se había desplomado y que había matado a 18 personas, probablemente obreros que estaban trabajando en su reconstrucción, convivientes o simples viandantes. Jesús zanja la cuestión, hasta entonces tenida por válida, de la asociación entre la maldad y el mal físico sufrido. No, no eran más culpables que los demás; y por eso, Jesús apela a la llamada a la conversión, a no dejarlo para más adelante; pues, como dirá Pascal, Dios tiene prometido el perdón a los que se arrepienten, pero no el mañana a los perezosos.

Siempre he pensado que, en la medida en que vamos creciendo en cercanía y, sobre todo, en el sentido de que Dios es Padre y nosotros somos sus hijos predilectos, perdemos el miedo a la muerte, porque sentimos con más fuerza el anhelo de encontrarnos con ese Dios que es Padre.

Algunos, sin embargo, no tienen en su corazón la «nostalgia del Cielo» quizá porque se encuentran pagados de sí mismos, satisfechos en su zona de confort material; y se olvidan de que no tenemos aquí morada permanente, que nuestro corazón está inquieto en este mundo, pues busca el definitivo, como señala san Agustín en sus confesiones. Hasta que un día acaece el suceso que nos despierta del sopor inducido. Quizá en forma de acontecimiento inesperado.

Así que no tiene mucho sentido empequeñecer el corazón llenándolo de cosas que serán quemadas y destruidas. La fe nos da el consuelo de saber que la vida no se acaba, sino que se transforma; y que al deshacerse la casa terrenal, se nos prepara en el Cielo una morada eterna.

Por eso, los cristianos pueden afirmar, con plenitud de fuerzas, que no nos morimos: cambiamos de casa y nada más. Es una esperanza cierta. Nos decimos hasta luego. Y éste es el mayor consuelo que una persona puede disfrutar.

 

 

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