Pedro López. Grupo de Estudios de Actualidad
Publicado en Levante, 30 de agosto de 2023
Lo común, lo ordinario, muestra una simplicidad ordenada, cuyas partes son conformes y proporcionadas las unas con las otras. Lo observamos cuando estamos ante una obra de arte monumental. Parece como si aquello fuera abarcable abriendo sin más nuestros brazos, porque los segmentos no desentonan, armoniosos con el todo. Esta impresión se tiene, por ejemplo, cuando se ve el David de Miguel Ángel, o cuando en el interior de una catedral advertimos la disposición de las partes, lo que le hace ser majestuoso sin ser, al mismo tiempo, desorbitado o descomunal.
En cambio, en lo que es monstruoso, notamos enseguida que lo grande –¡caballo grande, ande o no ande!- no es una perfección que lo embellezca, sino al contrario: cuanto más desorbitado, más grotesco. El quimérico Frankenstein es paradigma de lo monstruoso, no solo desde el punto de vista de la armonía de sus miembros, que lo hace bascular de manera torpe y aberrante, sino la de una criatura fabricada por quien usurpa el puesto del Creador usando restos escombrados. No en vano, la novela de Mary Shelley lleva por subtítulo «el moderno Prometeo», pues el engendro resultante ha sido hecho, fabricado, producido como efecto del ingenio del hombre, de su ciencia y de su técnica pervertidas por su afán prometeico de hacerse a sí mismo.
Se quiere lograr que este mundo sea un paraíso en el que no haya carencias, en el que todos disfrutemos de una excelente salud, y una larga y cómoda vida, con visos de quasi inmortalidad. Una estancia paradisíaca de sosiego, divertimento y nula frustración. ¡Todo actualísimo!
Sin embargo, seguimos en las mismas: parece que no hay avances significativos, sino promesas a plazo amplio («tan largo me lo fiáis», decía Tirso de Molina), e incluso retrocesos, cuando se carece de perspectiva y se tiene una visión distorsionada de la realidad. Porque no basta simplemente con la buena voluntad, que es condición necesaria pero no suficiente, pues aún queriendo lo mejor, si nos olvidamos de la verdadera ética y del costoso esfuerzo que exige, puede salir lo peor: el tiro por la culata. Los clásicos lo tenían claro y lo indicaban con esta sentencia latina –«Corruptio optimi péssima»- que la corrupción de lo mejor es lo peor. Quizá porque pudiendo haber vivido con lo mejor, no nos hemos conformado con lo que teníamos y podíamos, y hemos buscado ser el starring star: la estrella protagonista, la salsa de todos los platos, el muerto de todos los funerales y el novio de todas las bodas. Nos hemos hundido en la desesperación del naufragio existencial; y finalmente, y a veces felizmente, consideramos como definitivo que lo nuestro es imposible y que hemos caído en la trampa de vivir a tope esta vida, puesto que no se nos va a dar vivir otra; o en todo caso, quizá haya un metaverso: ¡vete tú a saber! Tal error, a mi parecer, resulta aciago y quien cae en él es difícil que pueda levantarse si no muestra una pizca de humildad: reconocer su equivocación y dejarse asistir. Observo que se puede originar tal postración del personal que, sin ayuda, resulte difícil ponerse de nuevo en pie.