UN EXTRAÑO VIAJE

Publicado en Levante, 3 de diciembre de 2021 

Pedro López

Narra Chesterton, en Ortodoxia, con su habitual buen humor, la historia de aquel explorador que zarpó de Inglaterra hacia la aventura, en búsqueda de lejanas tierras; y que al cabo del tiempo, llegó a una isla exótica y desconocida que al tiempo la consideraba como un paraíso familiar. Al fin, el navegante descubre que esa isla maravillosa y acogedora que había descubierto no era sino la misma Inglaterra. Con esta narración, que es una metáfora, relata Chesterton el viaje de no pocos intelectuales que, después de dar más vueltas que un molino por esos mundos de Dios, descubren precisamente lo que en su infancia o juventud habían tenido entre manos, porque lo habían aprendido de la sabiduría multisecular de sus abuelos, pero que habían abandonado para descubrir por ellos mismos la verdad.

Ciertamente en el periplo se quedan enganchados algunos con cantos de sirena que finalmente les hunden en los abismos, pero quien ha conservado la cordura regresa de dónde salió. Por poner un ejemplo, muchos pedagogos, después de invocar a Rousseau como el maestro de la pedagogía, y al buen salvaje como icono educativo, llegan a la conclusión de que el niño necesita disciplina, ya que por sí mismo a veces es cruel y acosa a los más débiles, y que se divierte con sus travesuras. Descubren, en definitiva, que todos nacemos con el «pecado original», con la tendencia a ser mandones, a imponernos, a ser gamberros, porque eso es divertido. No hay pedagogía posible si no se tiene en cuenta que el buen salvaje consiste en un mito que desmitifica la travesura del niño, la cual se trucará en malicia de mayor precisamente si falta ese cuidado educativo. Y aunque el niño también necesita cariño y comprensión; hay hacer que caiga en la cuenta de los motivos por los que ha de comportarse de determinada manera: la disciplina no es un ordeno y mando.

Dando rodeos y más rodeos, al final llegamos a lo obvio: que el zapato izquierdo es para el pie izquierdo, como reza un cartel en la calle que anuncia no sé qué cosa. Esta publicidad me recuerda un famoso tríptico de Mafalda y su hermanito pequeño Guille. En la primera viñeta, se ve a Guille llorando desconsoladamente. En la segunda, Mafalda le pregunta qué le pasa, y Guille le contesta que le duelen los pies. Mafalda lo mira y le hace una pequeña observación: te has puesto los zapatos del revés. Ya en la tercera viñeta, aparece Guille sollozando amargamente, después de su sorpresa al mirarse los borceguíes; y a la pregunta de Mafalda de por qué llora ahora, después de haber resuelto el problema, Guille le contesta: me duele el orgullo.

Por lo demás, no está tan lejos este flash de humor de lo que sucede en nuestra vida, y de que tenemos que aprender a reírnos de nosotros mismos, salvo que nuestra prepotencia nos impida hacerlo. Conviene considerar que, para llegar a lo obvio, no es necesario que nos demos tanta importancia. Para aprender de la sabiduría ancestral, no es preciso que nos volvamos locos para descubrir lo que ya está descubierto: el sentido común.

 

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