Publicado en Levante, 25 de marzo de 2022
Pedro López
Tristeza. Quizá sea el sentimiento más generalizado en estos momentos. Cuando un mal se abate indefectiblemente no produce temor, sino tristeza. Como describiera Vasili Grossman en «Todo fluye», «tienen que producirse en la vida roturas que desintegran las estructuras pétreas, los destinos inexorables, el que las cosas son así y punto. Y el único medio es el dolor. El dolor es agitador. Irrumpe de improviso. No se le espera. Es grosero. Tétrico».
La guerra, lo sabemos perfectamente, no soluciona los conflictos: los enquista. De la guerra solo cabe esperar aflicción, aunque es verdad que en ella se ve lo peor y lo mejor de las personas, como estamos observando en esas caravanas de coches particulares y autobuses de ONGs que se acercan a la frontera polaca para recoger a los miles de refugiados que pueden, pues contándose por millones, no es fácil solucionar el problema: los gobiernos son lentos y apenas han reaccionado, si exceptuamos a Polonia.
Pero en medio de la catástrofe, como ya advirtiera Vasili Grossman en «Vida y destino», aparece la bondad: «la bondad de una viejecita que lleva un mendrugo de pan a un prisionero, la bondad del soldado que da de beber de su cantimplora al enemigo herido, la bondad de los jóvenes que se apiadan de los ancianos… Es la bondad particular de un individuo hacia otro, es una bondad sin testigos».
Hay quien habla de nuevo de una justicia universal. Quien lo hace desconoce que el dolor y la muerte son ya irreparables. Nada ni nadie les devolverá lo que les quitaron: la vida, los sueños de un mundo mejor, de un mundo que se fue en medio de la desdicha brutal e inesperada.
El Papa Francisco ha anunciado la consagración de Rusia y Ucrania al Corazón dulcísimo de María el 25 de marzo, festividad de la Anunciación y de la Encarnación de Cristo (9 meses después –el 25 de diciembre- conmemoramos su Natividad).
Uno podría pensar que esos gestos no sirven para nada; e incluso podrá decir que es una «tontá», como he escuchado. Pero muchas cosas no se explicarían simplemente por las leyes de lo razonable. Empezando porque esta guerra no lo es. George Kennan escribía en 1947 acerca de la doctrina de la contención, en la que analizaba con agudeza las características del régimen soviético, que definió como «impermeable a la lógica de la razón y altamente sensible a la lógica de la fuerza». Se ve que no hemos avanzado mucho al respecto.
Precisamente por este motivo, frente a la ilógica de la fuerza se ha de contraponer no otra fuerza mayor, sino una fuerza superior. Aunque parezca clamar en el desierto, la voz del Papa Francisco es contundente: «Dios es solo el Dios de la paz, no es el Dios de la guerra, y los que apoyan la violencia profanan su nombre». Sí, con dolor, lo vivimos; porque quien violenta al ser humano violenta también a Dios. La semana santa que está próxima nos muestra que el dolor, el sufrimiento, la muerte, no tienen la última palabra; y si bien el hombre malvado tiene su hora y el poder de las tinieblas su momento, Dios posee su eternidad.