ORDEN

Publicado en Levante, 16 de junio de 2022

Pedro López

 

En nuestro mundo, una de las cosas que más nos abruman y cansan es la prisa: ¡de hoy para ayer! No sé si influye el que las cadenas de producción y distribución estén tan enlazadas: con un clic, al instante. Prisa que estorba la quietud. Despacito y buena letra, que el hacer las cosas bien, decía Machado, importa más que el hacerlas. Con prisas, es difícil detenerse y, por tanto, organizar nuestra vida con orden. Siempre vamos corriendo y llegando tarde a todo, con sensación de agobio y de mala conciencia. El orden ha de circundar nuestra vida. Es verdad que, a veces, hay que darse prisa. Pero como reza el refrán, vísteme despacio que tengo prisa. El orden supone un final, pero no un final cualquiera, por consunción, sino un final que es a su vez finalización. El orden también supone no solo finalización, sino también finalidad. Finalidad es saber por qué hago las cosas. Dirigirme. Poseerme. Si no dispongo de fin, entonces ando errante, como vagabundo que no sabe a dónde dirigirse porque no tiene lugar al que ir: nadie le espera. Pero si teniendo fin, no finalizo, entonces la obra queda inacabada y se puede decir de mí que soy un fracasado porque no he culminado aquello que emprendí: obras son amores y no buenas razones, dice el dicho popular. Si falla la finalidad como la finalización, estoy fallando en el orden interior y exterior: son dos ordenaciones que van juntas, inseparables, inherentes la una a la otra. La finalidad es importante, fundamental, pero no es lo único. Es razón necesaria, pero no suficiente. La finalización consigue completar la finalidad. Melior est finis quam principium, decían los clásicos: mejor es el fin que el comienzo. Dar fin a lo que se diseñó al inicio es lo que constituye el orden, porque inclina a lo que san Agustín definió: la paz es la tranquilidad en el orden. El orden da estabilidad, seguridad, saber a qué atenerse sin dejarse llevar por el capricho o un sentimentalismo exacerbado. Cuando se oye un desparrame sin ton ni son en una de esas sesiones parlamentarias en las que importa más gritar, machacar, provocar un zasca o un titular, da tristeza: se pierde el orden, la moderación, y, si hubiera, también la razón. Cada cosa ha de disponerse –y encontrarse- en su lugar correcto, en su momento adecuado. Molesta ir al cuarto de arreglos o al maletín de bricolaje correspondiente y encontrarse con que la herramienta que necesito -¡horror!- no está. También hemos de prever el tiempo para cada cosa y sobre todo para cada persona. Ciertamente, nos falta tiempo, pero si hay orden, como sugiere san Agustín, entonces podemos encontrar paz interior que es el principio de la sabiduría, porque indica que el corazón está aquietado, está en armonía interior; y entonces, el tiempo, como el chicle mascado, se alarga. Guarda el orden y el orden te guardará a ti, es también una máxima agustiniana. La persona ordenada transmite paz. Y la paz es un bien que exige renuncia, ensanchamiento de pensamiento, escucha, atención. Si el corazón está turbado, entonces no puede gustar de ese regalo ni darlo a saborear. La vida se encoge y el enfado está a la orden del día. Todo lo indicado no se hace por arte de birlibirloque, sino que hay que tener una finalidad que trasciende lo meramente contingente. Y entonces sí, la paz arraiga en el alma.

 

Las cookies nos permiten ofrecer nuestros servicios. Al utilizar nuestros servicios, aceptas el uso que hacemos de las cookies. Más información.