INTIMIDAD

Publicado en Levante, 16 de septiembre de 2022

Pedro López

Si la persona tiene identidad -es un quien y no un algo- entonces también posee intimidad. Los animales no la disfrutan. Lo puso de manifiesto Helmuth Plessner al considerar que el ser humano es un ser excéntrico: el único animal que tiene capacidad de distanciarse tanto de sí mismo como de su entorno. Puede verse a sí mismo desde fuera, lo que le permite objetivar su posición en el mundo. Contemplarse él mismo a sí mismo, como si fuera un espectador de sí, le dota con capacidad de reflexión, de interioridad, de mundo interior, de consciencia de sí mismo; y por eso se ríe, incluso de sí mismo, y tiene sentido del humor. El animal, en cambio, está sujeto a su entorno y no puede desligarse de él: el mundo se le aparece como posible presa o como posible depredador; como posible compañero sexual con quien aparearse o como contrincante en tal proceso; etc. Lo demás para el animal no existe.

Cuando somos niños desvelamos enseguida nuestra intimidad, incluso ante extraños, una vez superada la timidez inicial. En realidad, aún no disponemos de intimidad, pues la niñez es el ámbito de la inocencia.

Conforme crecemos, y vamos teniendo mayor posesión de nuestra razón, cobramos conciencia de nuestro propio yo en el mundo y vamos ganando en intimidad que se produce, en un primer momento, en la adolescencia para manifestarse con totalidad en la madurez, cuando se aprende a salir de sí mismo, a desplegar la dimensión protectora y amistosa con los demás.

El hombre que sale al mundo sale de la intimidad, pero a su vez la conserva en su interior: su intimidad es plena y se constituye en fuente inagotable de su riqueza espiritual cuando se proyecta en el compromiso social: darse a los demás es negarse a sí mismo, vaciarse, pero cada nuevo negarse y vaciarse es una nueva abundancia, un crecimiento de intimidad y un reforzamiento de la identidad. No me diluyo, sino que me fortalezco. S. Agustín lo manifestaba con unas famosas palabras: «superior summo meo et interior intimo meo». Dios, plenitud de mi interioridad, está por encima de lo más alto que hay en mí y en lo más hondo de mi intimidad (conf. 3, 6, 11).

A la intimidad le corresponde la esperanza escatológica: un horizonte más allá, un anhelo de plenitud feliz, que dota de consistencia y hace posible también la esperanza existencial: nuestra conciencia de ocupar nuestro lugar, que es insustituible e irremplazable, en la sociedad de todos los hombres. De importar. De servir.

La intimidad se corresponde con una proyección de compromiso con la sociedad: hacer el bien, decir la verdad, valorar la belleza… aspectos que confieren dignidad a cada persona con sus dimensiones propias e inalienables de intimidad, identidad y proyección. La intimidad es, por tanto, la apertura por dentro, dar y compartir, y no tanto guardar. La intimidad es la culminación de la identidad. Mediante el amor se abre y potencia la intimidad. Se tiene más vida y riqueza. Se es mejor persona.

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