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Publicado en Levante, 20 de enero de 2024

Pedro López

Si hay algo en este mundo nuestro que desconcierta y que hace considerar que hay alternativas al destino trágico es el perdón, la reconciliación. Es dificilísimo porque el perdón no es solo tarea humana: tiene algo de divino. Lo normal es que uno responda ante la agresión o la injusticia tratando de vengar el agravio; o, en caso de no poder, con el olvido: es un mecanismo psicológico que lleva a que nuestra mente se comporte como cuando uno padece un shock traumático: no se recuerdan las circunstancias del trastazo. De igual modo, aunque éste sea consciente, el cerebro arrincona la experiencia negativa para no enredarse en un trastorno mental de carácter obsesivo que trunca la normalidad.

La venganza nunca resuelve el problema porque lo único que consigue es ir aumentándolo en una espiral que no tiene término, que se enquista en una reacción en cadena. Un ejemplo paradigmático es la actual guerra entre palestinos y judíos: no tiene arreglo. Llegará un momento en que se acallarán las armas, para volver a un nuevo griterío pasado un tiempo. Eso, o simplemente el aplastamiento de la otra parte, la aniquilación, la solución final tal y como los nazis trazaron con el holocausto del pueblo judío.

El olvido es otra alternativa. No es tan traumática como la anterior, pero lleva en sí el rescoldo de una profunda enemistad trenzada de desconsuelo y odio atávico. Es un rencor relegado que surge como una grieta magmática fulgurante. A veces, aparece como memoria histórica, puesto que no se ha olvidado de verdad, sino que se ha lanzado al futuro; un hacia adelante que, en algún momento, cuando haya oportunidad, habrá de cobrar con intereses. Naturalmente, siendo esto más aceptable que lo anterior, tampoco resulta una solución verdaderamente humana, sino que queda postergada y que se avivará en mejor ocasión.

Finalmente, frente al no olvido y el me las pagará, cabe la solución apuntada al inicio. Se trata de regresar al principio, como si no hubiera habido “historia”, como si todo renaciera de nuevo. Es el perdón. De alguna manera es, como indicaba, algo divino. De hecho, son las madres y a veces los padres quienes, desde un amor incondicionado, son paradigmáticos de lo gratuito, del perdón que posibilita que la vida prosiga, exonerando a quienes no debieron de hacer lo que hicieron. De otro modo la existencia se haría bastante imposible para todos. Es verdad que hay gente tóxica, y en este caso también cabe el perdón, aunque matizado por un apartamiento para conservar la paz. Al fin y al cabo, es siempre el victimario quien ha de arrepentirse: si no, la víctima, aunque perdone a su verdugo, está en su derecho de actuar de este modo.

Una sociedad que desconoce el perdón está enferma y es propensa a la violencia. Se encuentra abigarrada de intereses cruzados, contrarios y entremezclados, en los que el más fuerte es dominante. Si además, culturalmente no entiende la gratuidad, está abocada a la cancelación.

 

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