Publicado en Levante, 14 de enero de 2022
Pedro López
El comienzo de un nuevo año es un momento propicio para mirar hacia delante. Somos seres de futuro. A veces, abalanzados hacia el porvenir. Ciertamente no hay que descuidar el presente, ni dejar de tener una ternura memoriosa. Pero lo nuestro, insisto, es vislumbrar lo por venir. Nadie acude a un vidente a que le lea el pasado, ni siquiera el presente: eso ya lo sé; sino el futuro. Y de ahí las trampas que nos pueden hacer. Porque el futuro, precisamente, por serlo, no es desfuturizable: no está presente y nadie nos lo puede desvelar. Y sin embargo, hemos de vislumbrar el porvenir. Quien no tiene futuro se fosiliza en un pasado; o se esfuma en un continuum presente. Pierde consistencia y se difumina en un ir y venir, en humo. La piedra es sólida. Nuestros ancestros construyeron catedrales, porque, aunque ellos no los disfrutaran, sus hijos o nietos sí que lo harían. Y quedaría por los siglos de los siglos. Nadie planta una semilla de naranja y al día siguiente, al amanecer, va a buscar sus frutos. Las cosas tienen su tiempo y como nunca estamos hechos del todo, hay que seguir esperando. Esperar es el verbo del futuro. Y la esperanza es la virtud clave del hombre.
Mi amigo lo está pasando fatal. Está hospitalizado. Le felicité el año nuevo; y su respuesta me dejó perplejo: yo soy castigado. El castigo recae sobre el pasado, pero si uno mira al futuro está todo por decidir. No hay castigo sobre el futuro, sino que es la apertura hacia un perdón sin límites. Esperanza y perdón andan de la mano, siempre ajuntadas, en un perpetuo apretón. Por eso, si se pierde el futuro, se pierde a la vez la esperanza y la posibilidad del perdón.
Tener futuro es algo que importa a todos. Los mayores, ciertamente tienen mucho pasado; los jóvenes, mucho en ciernes. Pero si miramos hacia delante, que es también mirar hacia adentro, entonces nos damos cuenta de que todos tenemos un formidable futuro, porque la vida no se termina aquí.
Siempre me ha parecido inclemente, inhumano, pensar que todo se acaba y que no hay más allá. Que nos deshacemos en polvo y que la historia todo lo sepulta en las ruinas del pasado. No disponer de futuro es la claudicación. Que todo fue un vano sueño. Y que a los que quise y quiero, una vez aparecidos en el proscenio teatral de la vida, desaparecen haciendo mutis por el foro.
Ahora que se habla tanto de resiliencia como sinónimo de resistencia ante las dificultades del presente, va bien que consideremos que fuerte no es aquel que no siente o que no cae; sino aquél que se levanta porque le espera el camino que le conduce a la meta. Si no hay futuro, no hay resiliencia: porque ya nada importa: no hay lugar al que ir.
Es quizá lo peor que nos pueda pasar. Quien carece de futuro, aunque disponga de algunas motivaciones, éstas se van consumiendo y agotando; y al final, se sume en una tiniebla que ya no se disipa a fuerza de voluntad. Lo advertía san Agustín, hace muchos siglos: «buscas la vida; buscas días buenos. Buena cosa es la que buscas, pero no está aquí. Esta piedra preciosa tiene su región propia; no se da aquí. Por mucho que te fatigues en excavar, nunca hallarás lo que no hay aquí».