Pedro López
Publicado en Levante, 28 de abril de 2024
Con frecuencia nos cuenta alguien una dificultad, un problema, un desencuentro, etc.; y, al finalizar su exposición narrativa, te pide opinión. Normalmente no decimos nada o como mucho, si acaso, podemos apostillar que la cosa parece estar más o menos chunga, o al menos aturullada y, en todo caso, recordamos la maldición de la gitana: pleitos tengas y los ganes. No se puede apuntar mucho más, porque para ello has de contar con la otra versión que habitualmente no tienes. Ser objetivo en esas circunstancias no es fácil, pues, el que más y el que menos, suele arrimar el ascua a su sardina. Una táctica consiste en ponerte a la contra, sin que el interlocutor se aperciba, para tratar de verlo desde otro lado.
Todos tenemos tendencia al sectarismo de las propias opiniones: antaño se llamaba “subjetividad” y hoy se denomina “sesgo”, que significa inclinar hacia uno mismo, ladear hacia los propios intereses. Se trata de un movimiento que se incuba imperceptiblemente con el nebuloso deseo, incluso de modo inconsciente, de que a uno la asiste siempre la razón. Es una propensión al absolutismo: o yo o el caos; o mi solución o la catástrofe; el que no está conmigo está contra mí. También se le llama ahora movimiento ‘woke’ o cancelación, porque produce una rotura de las relaciones y una subsiguiente negación, como si nunca hubiera existido vínculo alguno: nacen así los negacionismos y los negacionistas que es como decir que quien se aparte de mi opinión lo anulo, le cierro el chiringuito y lo aplasto en el foro público, sin dejarle salida alguna. Aunque el día anterior estuviéramos tomando copas, a ese tipo ya no lo conozco. Es un posicionamiento estólido: Tarazona no recula aunque lo mande la bula. Hoy se dice también que tales posturas están polarizadas, enconadas.
Pero es posible también actuar inteligentemente, con sabiduría que otea el horizonte, captando los detalles, lo que con otros términos se indica cuando se dice que la rama (o el árbol) no han de impedir ver el bosque, que lo propio no apantalle lo ajeno que suele ser mucho más rico e importante. Entonces la persona crece, se dignifica, se hace más humana, porque ha aprendido a comprender. En esta vida es importante dejar espacios –y tiempos- que es respetar la libertad personal de cada uno. Esto supone saber convivir, lo que Ortega, a propósito de la concordia en España de las distintas regiones e idiosincrasias, llamaba ‘conllevanza’: aguantar un poco, tener flexibilidad, saber estar, aceptar la crítica, encajar las diferencias sin darle un sentido trágico o tajante; y esto, en ambos sentidos. El carácter hispánico es un poco vehemente y necesita esa modulación. Está bien para cuando vienen dadas, porque hay fuerza y pasión; pero es poco propicio para la armonía, porque enseguida tiene salidas de pata de banco. En fin, nuestra amada España y nuestros estólidos compatriotas.