Publicado en Levante, 19 de diciembre de 2020
Pedro López
Que todos somos frágiles y vulnerables, no es novedad alguna; ni es tampoco signo de gran lucidez. Es la constatación de un hecho evidente que no necesita demostración alguna: es apodíctico. Quizá por eso, lo mejor de nosotros es precisamente la ternura: esa efusividad amorosa que se desparrama en torno nuestro, cuando sabemos comportarnos como el corazón nos dicta. Hemos de hacer que la fragilidad sea el momento más delicado; y es señal de madurez de nuestros sentimientos. Aceptar la debilidad no es simple moral de esclavos, como advertía Nietzsche; sino el síntoma de nuestra capacidad para acoger lo inevitable. Como subraya Marie de Hennezel, la fase última de la existencia «es un tiempo fuerte de la vida, el tiempo de los últimos intercambios, de las últimas palabras». ¡Cuántas lágrimas por no habernos podido despedir de los que han muerto en la actual pandemia!
Cuando no nos situamos en este plano, sino que lo hacemos desde el baremo de la eficiencia y de la eficacia, entonces olvidamos la fecundidad de nuestra vida. Los viejos, los enfermos, también cuando están en estado terminal, no solo nos recuerdan la fugacidad de la vida, que estamos de paso, sino y, sobre todo, nos hacen densamente humanos. De ahí, que la ternura sea la mejor manera de acercarnos al misterio de quiénes somos, pues nunca terminamos de conocernos no solo a nosotros mismos, sino a los demás.
A veces, hay que decir la verdad; y la verdad es sin más lo que hay. Pero no al modo con que el fiscal puede decirlo en un juicio penal: ¡es usted un farsante! Para acusarnos y condenarnos. Sí, a los ancianos, a los desahuciados, hay que decirles la verdad, al menos la que ellos quieren saber. Pero no inducirles, con nuestro malestar o con nuestro silencio culposo, que estorban, que son sobreros. Sería cruel e inhumano. Muchos, en esta situación terminal, en la que por otro lado todos nos encontramos -la salud, se dice de modo jocoso, es un estado provisional que no augura nada bueno- se verán psicológicamente presionados para solicitar la eutanasia. Sí, es una ley garantista, como se ha dicho, pero para no cuidar de los que chochean. Garantista de los que se quedan sin hacer la faena y con la herencia. Garantista de los sanos, no de los sufrientes.
No hay nada nuevo bajo el sol. Por más que lo vendan como panacea humanitaria, es el mismo argumento de siempre: los otros, los diferentes, los débiles, deben seguir siendo los parias, porque así ha sido siempre. Es lo que hace años explicaba Janne Haaland Matlàry, en ‘Derechos humanos depredados’: caminamos hacia un relativismo que hace del deseo un derecho. Marx lo explicitó indicando que el derecho es la superestructura de los pudientes para conservar su ‘estatus quo’.