Publicado en Levante, 7 de septiembre de 2020:
Pedro López | Grupo De Estudios De Actualidad
La ecología (‘oikos’ y ‘logos’: razón de la casa) y la economía (‘oikos’ y ‘nomos’: ley de la casa) son dos caras de una misma moneda. Se podrían definir como la ordenación de los medios a los fines de la persona, a fin de tener una vida lograda, una vida buena.
Cuando divergen lo hacen por ausencia del sentido del fin, de la razón final. A menudo he pensado que esta dicotomía -o/o- es falsa, porque lo que se necesita es una economía basada en la ecología -y/y-: ambas a la vez. No hay progreso si se oponen. La raíz de los errores contenidos tanto en la economía liberal como en la economía keynesiana, es que no contemplan el aspecto ecológico; y en el actual ecologismo de nuevo cuño, de tipo gnóstico y apocalíptico, se aparca la economía. Y ahí radica el desequilibrio que padecemos.
La economía es el arte de administrar recursos limitados. La escasez no es el presupuesto de la verdadera economía, aunque lo sea del pesimismo antropológico reinante. La economía es el arte de administrar los recursos finitos; y cuando se indica que finitos es en el sentido no sólo de limitados –todo en este mundo es limitado por muy grande que sea–, sino también en que han de ordenarse a un fin: son finitos porque hacen referencia a finalidad.
Si ordenamos los recursos a los fines, habitualmente hay abundancia; pero cuando no se hace, hay escasez. El orden nace en función del fin, del recto uso de los medios para alcanzar el fin de la persona, también en su aspecto más cultural y espiritual, de bienes intangibles. Cuando se olvida, surgen graves problemas ecológicos que constituyen no solo un reto tecnoambiental, sino sobre todo moral. Lo decía Chateubriand: «Al hombre le preceden los bosques y le siguen los desiertos». Pero también puede ser al revés.
Conviene recordar que las energías limpias que nos venden no son tan esplendorosas como parecen. Hay gato encerrado. Para que en Occidente tengamos un buen nivel de vida ‘saludable’ se están realizando auténticas barbaridades ecológicas en el tercer mundo, a base de comprar al cacique de turno, para extraer minerales y tierras raras con las que diseñar aparatos electrónicos, sin preocuparnos, ni mucho ni poco, de los respectivos desperdicios que van a parar a esos mismos lugares.
El ser humano es un resolvedor de problemas que, en parte, también él mismo genera. No tengo duda en admitirlo, es lo que corresponde a una sociedad avanzada y tecnificada como la nuestra, y hay que pagar un cierto precio; pero no tan desorbitante como para poner en riesgo el planeta entero y comprometer el futuro de las nuevas generaciones. La economía ha de incluir, no como burocracia, la ecología en su sentido más amplio y enriquecedor.
Esto invita al optimismo. No importa que seamos varios miles de millones de seres humanos. Para algo estamos dotados de inteligencia. Necesitamos de las nuevas generaciones y enseñarles a ‘enseñorearse’ de los bienes de la Tierra y que, con su formación y estudio, contribuyan a generar nuevas expectativas de vida buena. Señorear es apreciar lo delicado de la creación y gobernarla con armonía, sin someterla a la tiranía del usar y tirar, o dejarla anárquicamente a sus anchas. El mandato bíblico del trabajo así nos lo enseña: el ser humano fue creado ‘ut operaretur et custodiret illum’, con el fin de que trabajara y custodiara la creación.