No hay modo más entrañablemente humano de vivir que hacerlo con esperanza. No en vano se dice que la esperanza es lo último que se pierde, entendiendo esta expresión no como algo que se finaliza, que se acaba, sino como algo que se consuma, porque llegado al término, la esperanza se hace vana: no la necesitamos. Es el último suspiro de un mundo que se acaba y de otro genuinamente acabado que nos aguarda: al pasar definitivamente la frontera de la muerte, la esperanza se desvanece al encontrarse con la realidad esperada.
En momentos, como los presentes, con su diario rastro de dolor e impotencia, se hace necesario infundir e infundirnos esperanza, no meramente buenos deseos y mucho menos palabrería: se precisa silencio, paso comedido, densidad y, sobre todo, cercanía en la aflicción. Por esto mismo, la esperanza responde al anhelo más profundo del hombre: aspirar a una vida en la que «Dios enjugará todas las lágrimas de nuestros ojos y ya no habrá muerte, ni llanto, ni sufrimiento, ni fatigas, porque todo lo anterior habrá pasado» (Ap 21,4).
El drama de nuestro tiempo es la pérdida de la esperanza. La actual pandemia nos está poniendo en un brete, pues la soledad, que se convierte en congoja, acompaña a muchos de los nuestros, enfermos y hospitalizados, especialmente los más mayores y necesitados de compañía. ¡Cuántas historias pequeñas y grandiosas están sucediendo a nuestra vera! Espero que, dentro de poco tiempo, se escriban, por parte de los protagonistas, esos acontecimientos agolpados, llenos de humanidad, que hoy nos golpean en lo más profundo de nuestro ser. Y sin embargo, considero que son ellos los que nos están dando ánimo a raudales. Me refiero a médicos, ATS, auxiliares, capellanes, etc., que están demostrando una abnegada resistencia, junto a una particular –porque cada enfermo tiene unas necesidades diversas- delicadeza y ternura, derrochando a manos llenas paciencia. Me consta que se está haciendo, y bien; y expreso un profundo agradecimiento que es compartido por la totalidad de nuestros conciudadanos. Es esperanza depositada, de algún modo, en sus manos, en medio de la fragilidad y con los recursos de que disponen: el más grande y mejor, sin duda, su corazón compasivo.
La congoja, como escribiera Unamuno, es «algo mucho más hondo, más íntimo y más espiritual que el dolor». Porque, como indica su etimología, la congoja es la angustia compartida, y «se hace íntimamente religiosa hasta hacernos acostar en el seno de Dios y recibir allí el riego de sus lágrimas divinas».