
Publicado en Levante, 18 de marzo de 2025
Recientemente, he leído un espléndido artículo del filósofo argentino Leandro Gaitán sobre transhumanismo. Afirma que si en la modernidad el objetivo principal era la asunción de la libertad como valor máximo -hacer lo que quiera-; en la postmodernidad, con el transhumanismo, ya no se trata de hacer, sino de ser: ser lo que quiera. Ahora somos dueños de hacer(nos) lo que queramos, como queramos y cuando queramos. Un poco, parodiando la cuestión, me viene a la mente el chiste de los dos paletos que yendo juntos vieron un cartel que decía: “Aceros Inoxidables”; y uno le dijo al otro: ¡Qué!, ¿Nos hacemos?
Y esto lo hemos constituido en un derecho: si me siento, pato, pues pato soy. Y si estoy atrapado en un cuerpo equivocado –y ¿quién no se encuentra en un cuerpo equivocado cuando aparece una enfermedad crónica, en la senectud o ante la muerte; etc.?-, pues hay que trascenderlo, no ya con una existencia en el más allá (incierta y quizá inexistente), sino en una existencia en el más acá (empíricamente constatada). Es decir, puesto que la evolución nos ha llevado a ser mortales, ahora, manejando nosotros la evolución, siendo dueños de la misma por el conocimiento, podemos transformarnos en un suprahumano, un ciborg. Porque el cuerpo es el origen de todos los males, nos limita, duele, decae y muere. Para los transhumanistas es inaceptable: hemos de emanciparnos de esa esclavitud y empoderarnos de nuestro destino. En la situación presente, no nos han dejado elegir ni diseñar qué ni cómo queríamos ser. Y esto puede y debe ser revertido. Ya que no podemos, por ahora, evitar nacer en la carne, deberíamos ser capaces de renacer de la carne, según los saberes convergentes: nanotecnología, biotecnología, informática y ciencias cognitivas (NBIC).
Como declaraba uno de sus exponentes: “Es difícil reconciliar el transhumanismo y la religión revelada. Si queremos vivir en el paraíso, tendremos que ingeniárnosla nosotros mismos. Si queremos vida eterna, necesitaremos reescribir nuestro código genético erróneamente conducido y llegar a ser dioses…”
¿Qué se deduce de todo lo dicho sino un enorme extravío del que ya estamos viendo la punta del iceberg que emerge como un monstruo de las aguas abisales? ¿Qué es esto sino una nueva hybris, una soberbia prometeica de hacerme eterno a mí mismo, transgrediendo mi temporalidad? Yo soy mi dios, mi salvador, legislador y señor del mundo.
La evolución entendida como proceso azaroso ha hecho del ser humano un producto fallido, repleto de errores indeseables, del que la muerte no es más que una brutal imposición. En otras palabras, solo la voluntad hace posible que el hombre se redima con sus solos bríos construyendo el edén en la tierra por medio de una “ingeniería del paraíso”. El progreso avanza inevitablemente a cuotas cada vez más epopéyicas. La tecnología es un asalto violento a las fuerzas de lo desconocido para obligarlas a inclinarse ante el hombre. Y esto que parece moderno, es muy rancio: sucedió hace miles de años, y está narrado en el Génesis, primer libro de la Biblia; y en el poema acadio de Gilgamesh.