Publicado en Levante, 26 de abril de 2022
Pedro López
La ciencia y la tecnología han logrado beneficios abundantes y cuotas de bienestar impensables hace 50 años; y no digamos de los siglos pasados. Nadie lo niega. Sin embargo, no encontramos la misma línea ascendente de realización personal, de alegría y de satisfacción de las cosas menudas de la vida. Me pregunto por qué no coinciden ambas líneas si las pusiéramos en un gráfico; y sin embargo, parece que a mayor cuota de bienestar lo que se corresponde es precisamente un mayor malestar: quizá porque situamos los bienes reales en el dinero, que todo lo compra, en el poder y la astucia del arribista, en la cultura que se autodefine adulta y que no necesita de nada ni de nadie. Claudicaciones encubiertas bajo una sesuda vestimenta pseudocientífica.
No obstante esta observación, he de añadir que, como indica Aristóteles, la alegría, para ser persistente, y no solo momentánea, no se puede basar solo en el goce material, que se sacia enseguida; sino que ha de tener un componente originario y espiritual, fundamento de toda alegría, aunque también vaya acompañada de lo material, porque lo espiritual es permanentemente insaciable. Y desde siempre, hay una exigencia de la fiesta que surge precisamente de la necesidad de paralizar, por un breve tiempo, lo cotidiano y productivo, para holgar y manifestar el contento “social”, originariamente alrededor de un fenómeno religioso. Tenemos por tanto, un apunte: la alegría nunca es solitaria. El yo soy mi alegría es una contradicción “in términis”. La soledad es la muerte de la alegría.
Hay también otra tristeza que apesadumbra y mucho. Consiste en no vislumbrar el sentido de lo que hago ni para quién lo hago. Que uno no esté quieto, es lo propio del ser vivo. Solo los cadáveres no se inquietan ni se ponen nerviosos: permanecen en perenne y aparente pereza, sin inmutarse. El muerto al hoyo y el vivo al boyo, corresponde a esa sabiduría popular de que la vida no solo sigue, sino que no podemos detenernos en demasía en la tristeza, en el luto. Porque entonces enfermaríamos. Lo propio de lo humano es proyectar, mirar hacia el futuro, teniendo presente lo pasado como fuente de sabiduría. Cuando ese futuro no se vislumbra, no se avizora, entonces tenemos un problema de sentido que paraliza y que atosiga porque produce tedio y aflicción. El vivir se hace pesaroso. Por esta misma razón, hemos de tener resuelto este asunto; si no, hasta lo más divertido se vuelve tronco y se trunca hasta lo más sabroso. Nos constituimos en personas abatidas, espectros de penumbras, que los demás tratan de evitar; y que desaparecerían si tuviésemos un poquito de humildad y generosidad.
Ahora bien, si la soledad supone la muerte de la alegría y si la carencia de sentido ahoga la capacidad de disfrute, entonces quizá Aristóteles tuviera razón cuando apuntaba que el desarrollo humano consistía sobre todo en la posibilidad de crecimiento personal, y que dicho crecimiento pasaba por tener amigos. La medida de la alegría no estaría tanto en la acumulación de bienes como en el cuidado de los vínculos personales. En este punto no valen sustituciones, pues este objetivo requiere asumir la responsabilidad personal más radical. Nadie cuidará por nosotros de nuestros vínculos personales. Sin ser protagonista de la propia vida es imposible alcanzar un mínimo de felicidad y de alegría. Un corazón que anhela la alegría ha de ser capaz de construir lazos duraderos con los demás. Estos lazos no se “compran” con bienes sino que se “nutren” con la esperanza de amar y saberse amados realmente. Probablemente no haya nada más eficaz para alimentar esa esperanza que la capacidad de perdonar. Un corazón que busca no solo ser perdonado de sus errores, sino que también sabe perdonar los de los demás, es un corazón que pone los cimientos para la auténtica alegría. Sin perdón no hay convivencia, y sin convivencia difícilmente habrá regocijo.