Publicado en Levante, 2 de abril de 2021
Pedro López. Biólogo
Leía recientemente un argumento que, en otras ocasiones, he escuchado. Se trata de una confusión de conceptos como encantamiento, sortilegio, ensalmo, conjuro, con otros como misterio. El autor se sitúa ante la institución de la Eucaristía, afirmando que, al amparo de unas palabras -un abracadabra-, se produce una “transformación mágica”. Desconoce que en realidad no se trata de ningún encantamiento. No es que el pan o el vino se transformen en algo diferente, desde el punto de vista de la materia: siguen sabiendo a pan y vino, tienen la misma textura, y si se examinara bioquímicamente aquello es simplemente pan y vino. No ha habido cambiazo, algo así como sacarse un conejo de la chistera. Sin embargo, para un cristiano es completamente distinto: ya no son pan y vino, sino el cuerpo y la sangre de Cristo. ¿Cómo es esto posible?
Cuando Cortés conquista México y reprime los sacrificios humanos y la antropofagia, los indios aztecas se extrañan de que los nuevos dueños de la situación les digan a su vez que ellos comen carne divina: son ‘deo-fagos’. Su extrañeza va pareja a lo que les parece una contradicción. Parecida situación aconteció en los primeros siglos de nuestra era, cuando eran acusados de comer carne humana. Lógicamente, el cristiano no se confunde y sabe perfectamente que lo que come no es carne humana o sangre humana.
En griego, ‘mysterion’ significa un designio divino de salvación sobre el hombre. Algo que acontece en la singularidad de cada persona. No se puede desvelar, sino aceptar. La máxima expresión de ‘mysterion’ se encuentra en la voluntad de Cristo de aceptar una ignominiosa muerte, que estos días conmemoramos en la Semana Santa. La muerte descoloca, porque es experimentar el desgarramiento supremo. Y aplicado a Jesús de Nazaret es más desconcertante aún, porque él mismo proclama: «Yo soy la resurrección y la vida» (Juan, 11, 25). La muerte es fealdad. En el Libro de los Salmos se había profetizado que el Mesías sería el más hermoso de los hijos de los hombres (Sal 45, 2): la misma belleza. Y sin embargo, la muerte es la destrucción de toda belleza hasta convertirse en putrefacción, polvo y ceniza: nada.
Jesús no debía morir; porque era inocente. Y sin embargo, murió. El momento más eficaz es el de mayor inmovilidad e impotencia. Es la libertad soberana de Dios, de la que de alguna manera el ser humano se puede apropiar. Comentando lo dicho anteriormente, san Agustín afirma que nosotros morimos por necesidad de naturaleza; pero Jesús lo hace voluntariamente. Él había dicho «nadie me quita la vida, sino que soy yo quien la da voluntariamente» (Juan, 10, 18), porque «nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Juan, 15, 13). Muere con toda libertad porque quiere. Y a todo esto se le llama ‘mysterion’, que se traduce al latín por la palabra ‘sacramentum’, formada por la raíz ‘sacr’ y la desinencia ‘mentum’. ‘Sacro’ indica relación con lo divino; el sufijo ‘mentum’ designa acción. De ahí que sacramento signifique acción mediante la cual algo o alguien se hace sacro.
Se puede no tener fe; pero no se puede transmutar la realidad. Y es difícil tenerla si uno piensa que no hay quien que le escuche. Es una circularidad, un bucle del que no se puede salir, salvo siendo disruptivo: supuesto que Dios puede existir, lo mejor es pedirle la fe; y entonces… la cosa cambia.