FRATERNIDAD

Publicado en Levante, 28 de octubre de 2020 

Pedro López | Grupo De Estudios De Actualidad 

La filiación es la condición humana primigenia. Todos somos hijos. No podemos venir al mundo sin filiación. Somos hijos al ser concebidos. Y desde el momento del nacimiento se manifiesta visiblemente la filiación, que es lo definitorio en cada uno de nosotros. También en ese momento, se constituyen los padres: ya no son meros progenitores. Es la condición fundante de nuestro ser. Como afirma Fabrice Hadjadj solo hay humanidad allí donde haya un «hacer nacer», es decir, allí donde la naturaleza (cuyo nombre se deriva del verbo «nacer») ya haya sido recuperada para siempre por una cultura. Entran en ella la comadrona y el funcionario del registro civil. Porque no hay funcionario del registro civil entre los chimpancés. Ni comadrona entre los delfines. Por muy inteligentes que sean, los animales nacen, pero no hacen nacer”. Así que la filiación no es una mera cuestión de pertenecer a la misma especie: la mujer que ha dado a luz invoca y señala al hombre del que ha concebido, que es el padre de la criatura.

Constituirse como hijo, no corresponde a cada uno ya que la filiación no se da sino por los padres. En cambio, aceptar esa filiación es libre: saberse necesitado de ayuda para crecer. No querer ser hijo es la máxima expresión del individualismo, del que quiere completarse a sí mismo y reniega de sus orígenes. Tampoco los diversos colectivismos reconocen la filiación singular, porque uno es hijo del pueblo, es decir, de nadie. En ambos casos se produce una voluntaria orfandad.

En otro momento posterior, soy hermano. Ser hermano es tener la misma filiación querida y aceptada. La fraternidad humana, puesta de relieve por el Papa Francisco en la encíclica “Fratelli Tutti”, solo es posible si admitimos un padre común en nuestro origen: sin una apertura al Padre de todos, no habrá razones sólidas y estables para llamarnos hermanos; y cita a Benedicto XVI, en su carta encíclica Caritas in veritate, n. 19: “porque la razón, por si sola, es capaz de aceptar la igualdad entre los hombres y de establecer una convivencia cívica entre ellos, pero no consigue fundar la hermandad”. La fraternidad universal se basa en admitir que hay Dios y que Él es el padre común de todos nosotros que nos constituimos, por este hecho fundante, en hermanos. Para los no creyentes, esta formulación lógicamente es problemática y, en consecuencia, la fraternidad es más complicada de captar, aunque en el fondo haya algo que nos indica que no puede ser de otra manera.

Quizá hoy día esa fraternidad sea más un buen sentimiento; pero como advertía Chesterton, en Ortodoxia, “El mundo moderno está lleno de viejas virtudes cristianas que se volvieron locas. Enloquecieron las virtudes porque fueron aisladas unas de otras y vagan por el mundo solitarias”, desconectadas de su radicación cristiana. Migajas desprendidas del gran banquete.

 

 

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