Publicado en Levante, 18 de septiembre de 2020:
Pedro López | Grupo De Estudios De Actualidad
Heráclito, uno de los primeros filósofos griegos, decía que en el mundo todo fluye. Uno nunca se baña dos veces en el mismo río, porque el agua corre y ya no es la misma. Ni tampoco volvemos a la infancia. Y algo de razón tiene, aunque es evidente que el río sigue siendo el mismo; y uno, también, aunque ya no seamos un niño. No todo es evolución: hay identidad. Sin ella, no podríamos subsistir.
Pero si dejamos que la vida fluya sin más, nos deshacemos en mil bagatelas que reclaman nuestra atención y que no son más que engaños, lentejuelas de colores. Ciertamente, la vida es un continuo comenzar y recomenzar; y hemos de disponer no solo de segundas oportunidades, sino de terceras, cuartas€ Pero, al mismo tiempo, no podemos estar volviendo cíclicamente a la casilla de salida y, menos aún, quedarnos quietos en esa misma casilla sin emprender el camino hacia nuestro destino. A los 30 años, ya no se tiene la plasticidad de los 15; ni a los 50, la de los 30.
Viene a cuento esta introducción porque me encuentro habitualmente con la frase «tengo derecho a ser feliz», que paradójicamente hace infelices a quienes se dejan guiar por esta panoplia. Quieren hacer un punto y aparte, una elipsis vital de lo sucedido, como si tal cosa no se hubiese producido. Y no caen en la cuenta de que la vida es un fluir que no se puede detener y aunque lo pasado pasado está, y agua pasada no mueve molino, sería insensato pensar que el futuro, por sí mismo, nos va a deparar la ansiada felicidad, sin admitir el lastre que llevamos encima, precisamente para superarlo.
La cultura actual de self-man o self-woman, el empoderamiento (palabreja de moda), el hacerse a sí mismo, se concibe, en ocasiones, como «vencer» a la naturaleza con la tecnificación, magra identificación con la libertad; y, como afirma Fabrice Hadjadj, en ‘Puesto que todo está en vías de destrucción’, «el sufrimiento y la muerte, no la ingratitud y la injusticia, son percibidos como los peores males, porque el bien se ha reducido al bienestar, el consuelo a la comodidad y la salvación a la salud». Y claro es que con estos mimbres pocos cestos se hacen.
Ahora que se habla de sociedad líquida, se puede indicar que, conforme nos conformamos con lo que hay, sin aspirar a lo mejor, aumenta la presión para pasar de acuoso a vapor, que se difumina formando aros de levedad. Nada. Un individualismo sañudo devora e intoxica las relaciones interpersonales porque comporta la premisa de que en esta vida –la única que se concibe- yo tengo derecho a ser feliz y, en consecuencia, no se tolera la frustración de los propios deseos en los que ciframos la felicidad. Y naturalmente, esto tiene un coste elevado: la insatisfacción permanente.
En cambio, cuando se asume la propia responsabilidad y se acierta a admitir que el error no está en los demás, sino en uno mismo, enderezamos el camino y nos disponemos a una renovada andadura. Entonces es llegada la hora de actuar en plenitud, la hora de la esperanza; porque cada uno de nosotros somos seres esperanzados y si no, no somos.