DELIRAR

Publicado en Levante, 15 de julio de 2025

Pedro López

Delirar, según la RAE, tiene el sentido de desvariar, tener perturbada la razón por una enfermedad o una pasión violenta, que trastoca el juicio. Esto se complementa bien con la segunda acepción: decir [o hacer] despropósitos o disparates. El punto de no retorno del delirio, a mi parecer, es cuando cuaja la negación de la evidencia, porque no hay peor ciego que aquel que no quiere ver (y esto no tiene cura). Y entonces, la realidad, como relato, es maleable para el que delira, que re(de)forma continuamente la narrativa, como revela George Orwell en su novela distópica 1984: el poder tiránico rehace y desface una y otra vez la historia, porque “quien controla el pasado se hace con el futuro; y el que domina el presente, controla el pasado”, eslogan del comandante en jefe. Orwell desentrampa este ardid, pues lo que ahora es verdad ha sido verdad siempre y lo seguirá siendo.

También el buen hidalgo de la Mancha, que se enfrascó en la lectura de sus fantasías -hoy sería una tablet con Marvel de fondo-, se pasaba las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer –hoy serían juegos online e instagram, nunca los deberes escolares: ¡como se dejan engañar los progenitores!- se le secó el seso de manera que vino a perder el juicio.

El delirante vislumbra, escucha y siente lo que los demás mortales son incapaces: seres inexistentes pululan por su magín y resecan su cerebro. Y tomando lo imaginado como real, considera lo real como imaginado. Está en otro mundo.

Cuando se tiene mucha fiebre (por encima de 42º C), las neuronas, que forman las moléculas neurotransmisoras y que suelen ser aminoácidos o péptidos (proteínas de pocos aminoácidos) resultan alteradas. Y es que las neuronas que segregan continuamente proteínas, estructuras embrolladas de textura tridimensional, cuando se calientan les pasa lo que a la clara del huevo que al freírlo cuajan, y pierden su función.

Delirar es defender lo indefendible, por irracional. Considerar que lo andrajoso es fashion. O que la mentira es verdad porque lo dice el jefe. Manifestar que quien hasta hace unos días ha sido el gran muñidor del partido, durante años, pero ha entrado en la cárcel ¡sin ser del partido!, suena a pitorreo. Naturalmente, si solo fuera esto, tampoco sería mucho. Pero es el coro de aduladores que rinden pleitesía e invierten el decoro racional hasta el desatino más disparatado de cuantos se gestan por estos lares. Hemos invertido el sentido común hasta hacerlo estrafalario: el menos común de los sentidos. Ciertamente, no es la única manifestación: a diario me harto de asomar el cogote por las incoherencias humanas hoy plenamente insertadas en el imaginario colectivo. Ignoro cómo personas tenidas por inteligentes (¿virtualmente?) son capaces de hacer el ridículo de esta manera. Es mejor el silencio. Al menos, el que calla, aunque parezca que otorga, no lo hace; pero no se pone en ridículo ni trampea con cabriolas lingüísticas: flatus vocis.

 

 

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