Publicado en Las Provincias, 5 de enero de 2024
Salvador Peiró i Gregori
En la experiencia democrática española encontramos momentos-clave que han priorizado el bien común sobre intereses personales (acuerdo constituyente de 1977-78, los Pactos de la Moncloa, la armonización autonómica, etc.). En otros momentos, mientras los dos partidos mayoritarios “formalmente” conversaban mirando el bien común, uno de ellos gestionaba solapadamente otro pacto contradictorio con lo declarado. Esto ha traído una crisis política que ocasiona enfrentamiento causado sin escrúpulos.
Los debates parlamentarios son una punta del iceberg, pues antes –tal vez, mucho antes– ya hubo negociaciones con acuerdos muy concretos. La bondad o deficiencia de esto estriba en el modo y fin, así como el marco, con que se realicen.
Es decir, conversar es imprescindible en política; pues, ésta, más que noción o teoría, es una actividad de quien tiene autoridad política, o aspira a administrar los asuntos de una comunidad o estado. Como la cosa pública no es monolítica, la pluralidad de actitudes ante la realidad toma matices e, incluso, planteamientos opuestos.
El proceso dialógico no opera sin ningún fundamento. Cada partido, al presentarse a las elecciones, ha presentado su modelo de administración y gestión política. En estas declaraciones se expresan unas líneas rojas intraspasables. Al propio tiempo, convergiendo en ello, hay un condicionante contenido en un marco normativo; esto es: el bien común y la Ley-Constitución. Ambos aspectos están guiados por el respeto a la libertad y a la justicia, que contempla la igualdad de todos, sin discriminar más a unos que a otros.
El proceso dialógico podría no tener presente los condicionantes –bien común y constitución– ni el determinante –justicia: libertad en igualdad. Entonces, no se trata de palabrerías sobre valores, sino ver la aplicación real, mirando los sucesos. Por ejemplo, la cantidad de euros a transferir por votos ¿sería equitativa?, o si la modificación de la gestión local o autonómica respetase la idiosincrasia de las poblaciones…
Si antes de formular una propuesta no se atendiera al bien de cada uno y todos los ciudadanos, si en eso hubiese daño para la dignidad de alguna persona o grupo –más paro, incremento de los pobres, desvalorización de empresas, menoscabo de instituciones, etc. –nos podríamos preguntar si se ha planteado la finalidad en el proceso negociador, o es un “toma eso a cambio de que me voten tus diputados”. En tal sentido, ¿la decisión es la del líder, que ordenara y los demás acatan acríticamente? Sin embargo, se pudiera objetar que no, que no es sólo de un caudillaje, que se trata de todo el partido… Entonces, estaríamos ante el “dictat” de un grupo. En ambos casos históricamente sabemos las consecuencias sociales y culturales de ese proceder.
Hay que cuidar en no falsear la realidad, contrariando la exigencia debida al contenido del programa real (el que se expuso, enfatizando lo más importante, materialmente hablando). Así, soplando sobre las cenizas, constataríamos que sólo queda el poder y el logro del propio deseo, que sacrifica el bien de todos y cada uno de los ciudadanos. De tal proceder ya nos avisan los clásicos sobre el peligro de la dictadura.
Habría que rectificar, en el sentido de que hay un logos –que es lo más opuesto al mero capricho o deseo de poder personal– que sostiene la constitución y las instituciones, así como los procesos dialógicos consecuentes –conversaciones, debates, acuerdos, pactos… –, sin lo cual las instituciones resultarían irrelevantes, sin cuyo respeto se traería daño a la dignidad de cada ciudadano.
El espíritu constituyente no es mera ideología, es análogo a los DDHH, pues está anclado en las venas de cada ciudadano y se ha transmitido de generación en generación. Esto lo encarna la gente corriente (por ejemplo, en la Comunidad Valenciana: la lengua valenciana, su historia, costumbres, fiestas, altura de miras, etc. el trellat), que se canalizan mediante valores fundamentales, en la justicia, la responsabilidad, la participación –libertad para– y no sentirse como una cosa que se la compra o se la vende a cambio de conseguir el “poderío”.
Para hacer política conversacional habría que seguir un acuerdo racional, lo cual no es una mezcla de lo subjetivo del vendedor ferial, con semántica de palabras-valores, con contenido hueco; esta combinación estaría contaminada por tal subjetivismo, que no llega a delimitarse por ideas, sino del pesebre.
El diálogo político debería ser riguroso, abierto, sin contradicciones ni mentiras o medias verdades. Se trata de exigirse aceptando –no forzando– la ley, por muy difícil, o contrario al deseo individualista que resulte; incluye aceptar, incluso, la renuncia a posturas personales y partidistas. Hay que mirar el bien del votante, no de los electos.