La enemistad, de generación en generación, se transmitía ininterrumpidamente. De abuelos a padres y nietos. Romeo y Julieta. Capuletos y Montescos. Camborio muerto a manos de sus primos Heredias. Ejemplos literarios de esa animadversión atávica que pervive por encima de los avatares generacionales. Y todo porque un buen día sucedió una riña particular. Lo llevamos en los genes. Posiblemente nos encontremos en esa situación: una disputa hereditaria, por ejemplo, rompe familias que dejan de hablarse. O simplemente, con los vecinos de arriba, porque una cañería desahogó su putrefacto desecho en nuestra sala de estar. En fin, los ejemplos se pueden multiplicar, desde lo más banal a lo más doloroso, como puede ser el ciego y absurdo atentado terrorista que aniquiló o mutiló a un ser querido, en nombre de una mentira con tintes universalistas. Y esa animadversión degenera en demencia, cuando se deja asilvestrar como una planta añosa.
La Biblia pone coto a la espiral de la represalia con el “ojo por ojo y diente por diente”. Sin embargo, esta “compensación” no aniquila de raíz el rencor que es la pasión más destructora. El mensaje del perdón que, a pesar de todo, anhelamos, también lo llevamos en nuestros genes. Pero, como afirma Jaime Cárdenas, “el perdón se encuentra hoy con algunas corrientes culturales predominantes que lo desnaturalizan y hacen difícil entenderlo y, más aún, practicarlo”. Y es que hay una creciente desconfianza: los novios, por poner un ejemplo, no quieren “vínculos” ni “contratos” no vaya a ser que luego cada uno se vaya por donde ha venido. No nos fiamos ya de nosotros mismos. En teoría sería algo beneficioso, si pudiéramos inclinar nuestra confianza a otros; pero, en la situación actual, se nos antoja impracticable: sería incauto pensar que no nos van a engañar. Y sin embargo, lo necesitamos como el aire que respiramos o el agua que bebemos. Si no, nos asfixiamos, porque somos seres sedientos de amor.
Vivimos engañados, con una mentira que, en el fondo, es solo la excusa para solventar los problemas de conciencia que nuestras malas acciones nos acarrean: soy yo, y nadie más, quien ha plantado el árbol del bien y del mal, en el paraíso infantilizado de mi imaginación. Se oye y se escribe la estupidez de que “si volviera a nacer, haría exactamente lo mismo; porque no me arrepiento de nada”. Suena atrabiliario. Esa persona es tonta y no porque lo diga el índice de inteligencia, que puede ser muy superior a la media. Porque sin conciencia de ofensa, de error, no hay culpa y sin culpa no hay necesidad de arrepentimiento, de pedir perdón, ni mejorar. El hombre, supuestamente autosuficiente, muestra su puerilidad: no fui yo, fue el maldito cariñena que se apoderó de mí, dice D. Mendo al comienzo de su venganza. Y esta actitud nos impide entender el gran misterio de la expiación: el perdón ante la ofensa gratuita. El gran mensaje del Hijo de Dios hecho hombre.
Pedro López
Grupo de Estudios de Actualidad