Publicado en Levante, 6 de marzo de 2024
Pedro López. Grupo de Estudios de Actualidad
Francia se ha convertido en el primer país del mundo en blindar en su Constitución el supuesto derecho al aborto. Allí dónde prendió la revolución de la igualdad, con inmenso dolor para muchas naciones, es ahora el de la inequidad, el final de la utopía de un mundo mejor. Porque la cuestión demográfica en Europa es deplorable y la población autóctona se desploma por completo. Dentro de 40 años, la mayoría de los pobladores de Europa serán de otros continentes, y a la vista está que el asunto no tiene remedio: posiblemente hemos cruzado ya el punto de no retorno.
Por una abrumadora mayoría, de 780 de los 925 diputados y senadores, reunidos en Versalles, se ha aprobado la reforma de la Constitución. Es verdad que, más o menos, corresponde, según encuestas, a ese 80% de la población francesa favorable al aborto; pero no han querido que pasase por un plebiscito que refrendara tal modificación constitucional, pues Macron sabía que disponía de la mayoría en las dos cámaras (se necesitan 3/5) y no deseaba suscitar un debate público; y, como sucede a menudo, lo problemático se cuela por la puerta de atrás. Curiosamente, en ambas cámaras la derecha tiene mayoría, por lo que sumados a la izquierda, tradicionalmente a favor del aborto, ha arrojado esa aplastante superioridad.
Me apena todo este asunto. Es fácil advertir un cierto “temor” a una marcha atrás, ya que en Estados Unidos, después de la sentencia del Supremo del año 2022, en la que el alto tribunal se pronunció sobre que el aborto no es un derecho, el asunto se está removiendo. Paradójicamente la ley francesa del aborto fue promovida por la entonces ministra de Sanidad Simone Veil, superviviente de Auschwitz: cosas veredes buen Sancho.
Da tristeza: tanto los partidarios como los detractores coinciden en que una mujer que ha de recurrir al aborto es una tragedia que sufre en sus carnes, por lo que encima no es de recibo que socialmente sea reprobada. Lo que no entiendo es la asunción de la fatalidad, del sino al que uno no se puede sustraer, el destino inevitable. Sin embargo, tal apertura no sirve para la compasión de la mujer en una situación dramática, sino para la eliminación del non-nato, que ya no causa lástima y misericordia, sino cierta satisfacción.
Pocas veces, o quizá nunca, en la historia de la humanidad, se ha dado tal aceptación social a una elección tan proterva. Tal y como van las cosas, es posible que ya puestos, de aquí a un cierto tiempo, la ley de plazos cubra 24 semanas o incluso los 9 meses, como sucedía en la antigua Grecia, con los espartanos: al nacer, si observaban un grave “desperfecto”, eran convenientemente lanzados barranco abajo. Aunque últimamente está puesta en solfa –se ve que no eran tan brutos- lo que describió Plutarco en “Vidas Paralelas”.
El primer ministro galo hacía una valoración, al final de la votación: “tenemos una deuda moral con todas las mujeres que han sufrido en sus carnes”. Pero dentro de un tiempo tendremos que entonar un meaculpa hacia los no nacidos, que será una plegaria al cielo para que perdone nuestro egoísmo.
Macron no necesitaba de esta demostración de fuerza. Torres más altas se han visto caer. Un verso de Eliot nos sitúa en el hoy: “un momento de flaqueza, un desaliento que nos hace capitular, nos despoja en un instante de lo que costó siglos conquistar y que tardará siglos en recuperarse”.